lunes, 13 de junio de 2011

De cómo la culpa mata llegando al colapso y de cómo el calor desespera


La culpa lo carcomía. Lo carcomía hasta lo más profundo de su ser. Ya no era él. La culpa lo había consumido.
Sentía su cuerpo tan pesado que creía hundirse en el colchón. Cambiaba de posición brusca y rápidamente, una y otra vez. Encontraba una posición cómoda pero a los pocos segundos sentía que la almohada le quemaba la cabeza. Daba vuelta la almohada para encontrar algo más frío en que apoyarse, pero era exactamente igual, parecía como si el calor de su cabeza se hubiera traspasado hacia el otro lado de la almohada. Tiró la almohada lejos.
Él y su hermano solían hacer guerras de almohadas.
Miró la hora; eran las 3:14 de la madrugada. Necesitaba dormir. Debía estar a las 10:00 en el juzgado con la mente lo más clara posible.
Soñó con un estante enorme, lleno de documentos que revisar (es que su trabajo de abogado lo tenía muy agobiado también). Luego una ceniza de su cigarrillo caía en uno de los papeles y se desataba la tragedia: se incendiaba toda su oficina.
Despertó mojado de pies a cabeza, pero no le importó, por lo menos había dormido. Ya debían ser cerca de las 9, pensó.
Miró la hora. Eran las 3:19. Estuvo a punto de arrancarse el pelo de la desesperación, pero decidió ir a darse una ducha de agua fría. Y calmarse. Sí, eso era lo que necesitaba.
Estuvo cerca de 5 minutos frente al espejo, con la toalla en la cintura, luego de la reconfortante ducha de agua fría. Parado ahí, frente al espejo, pensando en lo que había sido su vida de 32 años, comenzó a acalorarse de nuevo y pensó cómo evitar realmente el calor y dar una solución de raíz a su desesperante situación. Simplemente estaba al borde del colapso. Las gotas de agua que caían sobre su casi perfecto rostro se mezclaban ahora con las de sudor.
El calor lo llevó al colapso.
Ahora con la mirada gacha, sintió un frío en la sien derecha que lo alivió bastante. Deseó que todo su cuerpo se sintiese así. Pero no.
Alzó la vista y vio ante el espejo lo que lo hacía sentir ese frío aliviante: un revólver. No se asustó para nada. Era un revólver bastante bonito con un gatillo dorado al igual que la boquilla.
Él y su hermano solían salir a cazar.
En fin, la pistola venía precisamente del otro punto que sentía frío también: su mano derecha.
No estaba precisamente demasiado preocupado por lo que haría o no con el revólver. Ahora se preguntaba en qué momento se le había caído tanto pelo.
“En fin”- pensó- “creo que eso no importa demasiado ahora”, como pensando “ahora debo hacer algo más, ya me ocuparé de eso”.
Hizo “algo más”: apretó el gatillo.
Pero nunca  se “ocupó de eso”, ni de nada más.
Al chocar contra la baldosa su cuerpo se enfrió en pocos minutos. Pero su cuerpo ya no le pertenecía, por lo que no sintió el alivio de la helada baldosa. Quizás de habérsele ocurrido antes recostarse sobre el piso del baño no hubiera apretado aquel bonito gatillo dorado.

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