sábado, 18 de junio de 2011

Después de una ducha

 Se miró al espejo, se echó una afeitada rápida. Prendió el agua caliente. Se lavó los dientes al tiempo que se desvestía.
No quería perder ningún segundo. Entonces se metió a la ducha e intentó demorarse lo menos posible: este día, como todos, sería muy ajetreado. Mientras se duchaba, empezó a programar todo lo que debía hacer. Se dio cuenta de que era lo mismo que todos los días, pero no tenía tiempo para estupideces analíticas del tipo “esta vida es monótona y rutinaria”, así que solo siguió pensando en su itinerario. Aceleraba hasta el ritmo de sus pensamientos con tal de no perder tiempo innecesariamente.
Entonces salió de la ducha. Se vistió, tomó un rápido desayuno consistente en un vaso de leche y una naranja y se volvió a lavar los dientes con rabia por el hecho de haber sido tan desorganizado y por tanto haber tenido que perder cerca de dos minutos en hacer algo que ya había hecho. Luego tomó el sombrero, tomó el abrigo y salió.
Caminó rápidamente por la calle al tiempo que se ponía el abrigo y el sombrero, al tiempo que miraba la hora, al tiempo que estuvo a punto de colapsar pensando en que se le habían quedado sus anteojos, al tiempo que calculaba cuántos segundos le faltaban para llegar al paradero y de ahí al trabajo y a la reunión siguiente.
Llegó al paradero, se subió a la micro, se bajó de la micro. Entró al trabajo, pasó con la mirada gacha para no saludar a nadie, entró  a su oficina. Como siempre el café estaba listo en su escritorio. Lo bebió en un minuto y comenzó a abrir informes.
Llegó de esta forma la hora de la reunión. Tomó un taxi para no llegar atrasado (así la reunión acabaría a la hora y llegaría a tiempo de vuelta a la oficina, a la siguiente reunión y luego a su casa. Todo estaría a tiempo si tomaba un taxi). Una vez en el lugar presupuestado para la reunión se dirigió a la secretaria, y cual no fuera su sorpresa al escuchar las palabras de ésta, que excusaban a su jefe de no poder presentarse a la reunión por motivos importantes.
Creo que casi se hunde en la tierra o algo así, en realidad son pocas veces las que la expresión facial logra mostrar tan profundamente lo que se siente.
No me sorprendería pensar que la secretaria sigue hasta el día de hoy recordando muy seguido aquel rostro.
Pero él no dijo nada. La verdad no se le ocurrió nada porque era la primera vez que estaba frente a una situación tan indignante.
La situación empeoró cuando se dio cuenta de que no tenía nada que hacer en ese tiempo; los informes estaban en su oficina que a esa hora estaba cerrada, las llaves de su casa estaban en su oficina también. La reunión siguiente era horas más tarde.
Cruzó la calle y se halló frente a la plaza. Creo que recién en esta oportunidad se percató que esa plaza estaba ahí. Se sentó en una banca. Los 15 primeros minutos fueron funestos. Movía el pie efusivamente, comenzó a transpirar. Miraba el reloj con desesperación cada 20 o 30 segundos. Y cuando ya se había sacado el abrigo y el chaleco, mientras toda la gente pasaba tan abrigada, se dio cuenta de que debía calmarse.
Entonces se produjo el milagro.
Primero, volvió a abrigarse. Luego, por alguna razón que jamás se sabrá, comenzó a pensar, a analizar, a mirar y observar. Comenzó a ver individuos, más que grupos de gente molesta que camina por los mismos lugares que él. Vio incluso pájaros que volaban, y luego de mirarlos los escuchó.  Más que “escuchar el ruido de los pájaros”, “oyó su canto”. Los bocinazos y gritos ya no le molestaban por sí mismos sino porque comprendió lo que significaban. Comprendió muchas cosas.
Cuando ya llevaba un tiempo en esto, comenzó a sentirse helado. Miró hacia el cielo y vio unas gotas de lluvia. De pronto se sintió muy mojado, y pensó en lo extraño de la situación, puesto que había comenzado a llover hace muy poco. Miró su cuerpo para ver qué tan mojado estaba.
Se llevó una gran sorpresa al ver que estaba desnudo, y por algo así como inercia miró para todos lados para verificar que nadie lo estuviese mirando. No había nadie en todo el parque.
Seguía mojándose cada vez más, eran ahora chorros que caían sobre su cuerpo desnudo. Entonces buscó un lugar donde esconderse, pero el parque había desaparecido. Llevó ambas manos a ambos ojos, se los restregó como un intento estúpido de hacer algo ante tan extraña situación, y funcionó: abrió los ojos, que se volvieron a mojar al instante, y vio las paredes blancas, la cortina semi cerrada azul, la ropa tirada en el suelo, el cepillo, el lavamanos.
Había estado cerca de 8 minutos en la ducha. Pero no le importó.

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